jueves, 29 de junio de 2017

La felicidad

A Santiago le dijeron que para encontrar la felicidad había que tener tres cosas: una familia, un buen trabajo y un hogar. Así fue que se casó joven, porque hay que empezar por el principio. Si, a veces la vida de casado es un poco tediosa, pero en ella encontró la estabilidad que necesitaba. Después llegaron los hijos, no fue fácil, pero le pareció que ya estaba cerca. No podía ser, tenía que haber otro secreto. Está bien que no había mucho tiempo para dedicarse a sí mismo, pero bueno, era cuestión de equilibrar, seguramente más adelante lo iba a conseguir. Porque ante todo era optimista.
Entonces consiguió su primer trabajo, no era el ideal pero era un joven sin experiencia. Está bien, tampoco le pagaban lo que correspondía, pero tenía que mantener a la familia y no era fácil. De todas maneras tenía a su mujer y a sus hijos, y la felicidad estaba ahí cerca, si incluso algunos días le parecía que dormía con él, y la acariciaba. Le pedía que se quede un poco más, pero ella es así, a veces esquiva.

Al tiempo consiguió un trabajo mejor, le gustaba lo que hacía y le pagaban lo suficiente. Trabajaba muchas horas, es verdad, pero en general ganaba más de lo que perdía. Y decidió ir por el último paso y buscar un hogar. Y creo que ahí empezó el problema. Porque cambió el gobierno y se fue todo por las nubes. Y tuvo que buscar otro trabajo. Casi que no tenía tiempo de ver a su familia, pero era por un tiempo nomás. Cuando todo se acomodara iba a poder estar más tranquilo. La verdad que en ese tiempo a la felicidad la veía lejos. En realidad, no sé si lejos, pero estaba como en una vidriera. Era como cuando era pibe y pasaba por enfrente de la juguetería, y veía ahí en la vidriera el muñequito ese que le gustaba, pero no lo podía comprar.

Pero la cosa no mejoraba, y eso que trabajaba casi todo el día. Llegaba a casa y estaba ausente, seguía pensando en todo eso que había que pagar. Hasta que un día no se pudo más. Se quedó sin hogar y sin trabajo. Lo primero que pensó fue en que tenía que empezar de nuevo, otra vez de cero. Había hecho un gran esfuerzo todo esos años para alcanzar la felicidad y estaba de nuevo como al principio.

Pero le quedaba la familia. De a poco fueron saliendo, como pasa siempre. Llega el momento en que después de bajar empezás a subir. Y ahí se dio cuenta de que la verdad no era eso que le habían contando. Al final aquello que fue a buscar ya lo tenía.


Ignacio Falconi

El monedero


El pequeño monedero de pellizco permaneció guardado muchos años en la lata-costurero de la abuela, tantos años que al encontrarlo y abrirlo apareció un bollito de papel diario con el obituario del abuelo José, fallecido en 1970.
Recuerdo cuando íbamos con mi hermano Carlitos a visitarla. La abuela metía la mano en el bolsillo de su batón floreado y lo sacaba. Esa era la clave para saber que habíamos sido buenos niños. Cada uno de nosotros corría al quiosco con una moneda y comprábamos un chupetín de dulce de leche y el resto gomitas masticables.  
Mi mujer puso sobre la mesa del comedor una caja para desechar cosas.  Cuando me vio con el monedero en la mano, me ordenó que no juntara porquerías y se fue a desocupar la cocina.

Me lo metí en el bolsillo del pantalón, para dárselo a Pilar, mi nieta, que guarda todo en cajitas. Le pondré un billete de diez pesos y la acompañaré a comprar. Tengo la ilusión de que existan todavía esos chupetines, que ella pague y guarde el vuelto hecho un bolllito en el viejo monedero, como la hacía mi abuela.

María Ester Monke

En el galpón




Mi  casa tiene pocos espacios libres. Hasta el escritorio tiene varias funciones: se apilan los libros y papeles, se guarda la notebook y se colocan los platos para comer.
Por eso, cuando fui al galpón a buscarla, fue por necesidad. No me gusta encontrarme con el cuerpo desarmado de los maniquíes de mi madre, ni con las ratas que caminan por las vigas del techo.
Me abrí paso entre las figuras deformes del pasado y me llené de mugre y de pulgas.
Entre cajas sin rotular, herramientas oxidadas y cientos de cachivaches sin valor, ni sentido, la encontré.
Estaba cubierta de telarañas, con la pintura saltada (dejando ver los colores de las infinitas capas superpuestas). La cargué en el auto y la llevé a casa.
Ahora está acá conmigo, nos miramos en este pequeño balcón, buscando recuerdos.
Me recibió a mí, nueva, flamante, pero con todos esos detalles escasos que reciben los hijos del medio.
El retrato en sepia (del álbum familiar que me tocó heredar) no aporta más datos que una obligatoria foto con cachetes retocados de color rosado intenso.
Por un tiempo despareció de esa colección de escenas familiares: un almohadón con volados, un cumpleaños con bonete, chocolate y torta, el pic-nic de primavera, la foto en la escuela con la maestra.
Luego reapareció como fondo de una imagen difusa, conmigo jugando en el piso.
Es que nadie se había animado a guardarla. Papá no encontraba dónde y mamá no encontraba para qué.
Un amigo les ofreció un galpón y allí fue. Más que para guardarla, para esconderla.
Después papá y mamá se fueron, uno detrás del otro, así, como vivieron. Y la casa entera encontró ahí un espacio: mis hermanos y yo no pudimos ponerle precio a tanta vida.
Ahora la tengo yo, la salvo de la soledad, de la tristeza, de la muerte.

Quizás esta cuna la usen mis nietos.  
Miriam Alvarez

lunes, 26 de junio de 2017

Negro silencio


La abuela Toribia, la bisabuela del barrio, no tiene edad, solo arrugas y silencios . Deambula  por toda la casa con una presencia muda y una cabellera cenicienta que parece una mota gigante de rulos apretados y definidos que va creciendo a medida que acelera el paso. Su figura es diminuta y sus ojos profundos esconden una nostalgia oscura como su piel. Su mano derecha  aprieta con fuerza una llave que no abre ninguna cerradura conocida.  Se pasa casi todo el tiempo encerrada en su cuarto .  Cuando se enteró que los mayores de la casa habían  participado de un taller de percusión, tímidamente comenzó a asomarse a los distintos rincones de la casa convertidos ahora en una carpintería ambulante
Guillermo y Ariel se animaron a hacer un tambor para acompañar  algunos temas de candombe en la presentación del conjunto durante los festejos del carnaval. Compraron un trozo de madera de cedro y cortaron varios listones del mismo tamaño, luego los sumergieron en agua para ablandarlos y poder moldearlos con mayor facilidad. Improvisaron una prensa y los dejaron allí, ajustándolos un poco más cada día. Durante la crujiente espera, la abuela Toribia se dirigió al galponcito del fondo, ubicado en el patio de atrás. Abrió la puerta del armario donde se guardaban las herramientas y todo lo que se hallaba tirado por ahí. Hizo a un lado la pila de diarios amarillentos, corrió hacia adelante un cofre diminuto y sacó de su interior una cajita de madera. La colocó sobre una mesa destartalada y se quedó mirándola fijamente como si pudiera ver su interior sin abrir la tapa.
Los jóvenes continuaron sin descanso con la iniciativa. Se llegaron hasta el matadero para conseguir un cuero de vaca bastante grande, lo secaron  con el sol de cada día y con un fueguito guitarrero por las noches. Cuando los listones se mostraron más dóciles los liberaron y comenzaron la tarea de acercarlos tratando de formar un cilindro. Apoyada en el marco de la puerta, ella los alentaba mientras intentaban hacerlos entrar en dos aros de hierro de seis milímetros para mantener la forma. Solo faltaban los flejes, el lijado y la pintura. Cuando lo tensaron y lo amordazaron, el cuero se convirtió en el parche de un tambor con identidad propia. Fue entonces cuando la abuela volvió al galpón, tomó su caja de madera y se animó a abrirla; un triple golpeteo seguido por otros dos luego de un breve espacio comenzó a  invadir toda la casa. Los muchachos reconocieron de inmediato el ritmo de un candombe, corrieron hacia la pieza donde estaba el tambor, colocaron sus manos sobre la superficie y el borde del parche y sintieron  la vibración de los golpes.
 La abuela se había arremangado la blusa y dejaba al descubierto otra porción de su negrura. Sus palmas rosadas marcaban el ritmo de sus raíces recién liberadas y descubrieron una silueta grácil que danzaba por toda la casa. En torno al tambor nos reveló cómo su tatarabuelo había llegado a estas tierras en un barco  negrero desde Mozambique, su participación en la guerra contra el Paraguay su ubicación deliberada en las primeras filas. Todos sintieron cosquillas de las raíces negras que trepaban por los rincones y los invitaban a florecer.


 Rita Asín

Tengo que leer lo quiero

Cuando me decidí a leer una de las novelas que estaba todavía empaquetada de la mudanza, se me ocurrió acomodar los libros en los proporcionados estantes de la biblioteca nueva, la nostalgia me invadió junto con los aromas de hojas viejas y el polvo que se esparcía por la habitación a oscuras aún porque en invierno amanece más tarde de lo habitual. La habitación que quedó seleccionada como biblioteca tenía sus ventanas hacia el este, la razón de esa decisión se debía a q solo por las mañanas podría leer y de esa manera aprovecharía la luz natural para ir devorando las novelas, cuentos, ensayos que prefiriese. Por temas laborales perdí varias semanas dedicando mis mañanas a los nuevos proyectos que la editorial dejaba en mis manos y por las tardes en la oficina me distraía pensando que títulos de novelistas argentinos tenía sin leer y cuales me podrían  gustar más.
Pasaba los días dividido entre lecturas de escritores novatos y deseos de descubrir lo que en la biblioteca me estaba esperando. La rutina era igual, todas las mañanas me encontraban en el rincón este de la casa, allí por recomendación de la editorial recibía a los noveles y les sugería los cambios que deberían hacer a sus escritos si querían que el editor principal los leyera. El clima cada semana empeoraba y también empeoraba mi salud por las tantas tazas de café que consumía con esos borradores que eran una pérdida de tiempo importante comparándolas con las lecturas que ya eran historia con tanto trabajo. Vivir hojeando textos que jamás nadie publicaría, bebiendo demasiado café hicieron que cayera en el hospital con una ulcera, nada grave dijeron los doctores y recé para que me dejasen internado por unos días para escapar de la rutina sin provecho que me estaba matando, sin suerte a las pocas horas yacía ya en mi fría habitación sabiendo que a la mañana siguiente tenía dos nuevas producciones para leer, una novela de un escritor del interior y una selección de cuentos decía la nota que acompañaba los escritos y que el cadete dejó en el escritorio de la biblioteca.
La biblioteca a la mañana siguiente me parecía más cálida, el sol entraba por los ventanales y pegaba justo sobre mi escritorio, aproveché la ocasión y sin demorar empecé a hojear la novela, tiene un título muy usado pensé y escribí eso como recomendación, las primeras páginas no parecían importantes, muy biográfico la primera parte era mi otra sugerencia pero en las siguientes páginas me detuve porque me pareció estar leyendo lo que fue mi vida mis últimos días, un escritor que no podía escribir más que aquello que le encargaban y yo un lector sin poder leer lo que realmente quería leer, vidas cruzadas en la ficción anoté al costado del escrito y escuche que el teléfono sonaba, me pedían con urgencia que envié los cuentos corregidos ya que un amigo del director era el autor de ellos y serían publicados en España. Por la tarde en la oficina conseguí el email del correntino que escribió la novela, le pase las recomendaciones que anote de esa primera lectura junto con mi número de teléfono esperando que a la mañana siguiente tuviera noticias suyas.
Por supuesto que tuve novedades del correntino pero pasaron varios días para eso, una tormenta había dejado sin luz e internet la localidad del literato comunicaba su respuesta y lo había corroborado en el diario de la editorial. Su respuesta fue: “Estimado editor estaba sin electricidad e internet por una tormenta así que disculpe que recién envié mi respuesta. Con respecto al título tiene usted razón, si sugiere alguno lo podría considerar porque no soy bueno con los títulos y lo biográfico aparece en el texto porque quise novelar mi historia de vida, si considera que no es pertinente suprimimos esa parte. Abrazos. P/D: cuando funcionen las líneas de teléfono me comunico con usted. Julio”. No se me ocurren títulos para una autobiografía pensé y como otros trabajos llegaban no volví a leer, hasta unos días después, la novela de Julio.
No tengo explicaciones para lo que encontré en las páginas que leí. La misma rutina tediosa compartíamos ambos, él sin escribir y yo sin leer lo que deseábamos, la misma llegada al hospital por úlceras, con la diferencia que uno abusaba del whisky y otro del café, la similitud que más me sorprendió  fue haber leído el mismo hecho del mail y la respuesta tardía a causa de una tormenta, casualidades de la vida quizás, sin embargo, quería y necesitaba hablar con Julio acerca de lo que escribió, terminé a altas horas de la madrugada de leer las páginas que me faltaban, la muerte de la madre, el nacimiento del sobrino, entre otras historias seguían a lo q ya había leído, ninguna coincidencia más me dije entre pensamientos mientras calculaba el tiempo que mamá llevaba fallecida y que soy hijo único con nula posibilidad de sobrinos, sabiendo eso me recosté y dormí tranquilo. Sonó el teléfono, mire la hora y eran las 6: 26, deje que sonara y no atendí, a los pocos minutos volvió a sonar, puede ser de la editorial pensé y atendí:
-Buenos días, soy Julio de Corrientes- con voz afónica- le quería indicar que voy a hacer cambios en la novela, disculpe la hora y hasta luego. No me dio tiempo ni a responder con un buenos días pensé y coloque el teléfono sobre la mesa.
Una semana después de esa llamada recibí en mi email lo que sería la nueva versión de la novela autobiográfica de Julio, mantenía el mismo título y yo no había pensado uno, suprimió algunas historias y colocó otras anécdotas divertidas, sin coincidencias esta vez me dije a mi mismo, continúe leyendo, no obstante, la sorpresa apareció en el último capítulo cuando Julio confesaba que narraba sus historias porque no quería morir sin publicar al menos un libro a causa del cáncer, al pobre Julio le habían diagnosticado cáncer de estómago y ya estaba en su etapa final. Escribí en una nota “Tengo que leer lo que quiero” y también pensé que ese podría ser un buen título para el texto de Julio “Tengo que escribir lo quiero”, agregue ese título al texto y lo envié a la editorial sin modificar una sola palabra, pensando que deberían publicarlo a julio en vez de esas biografías de gente que solo aparece en televisión y no hacen nada interesante en la vida.
La mañana siguiente en la biblioteca hacía frio y no había salido el sol, como no podía tomar café me deleitaba con un rico té verde que me recomendó una de las enfermeras que me atendió en el hospital. Tenía la mañana libre, elegí uno de los libros de Gabriel García Márquez y me senté de espaldas al ventanal en dirección de la luz de la lámpara, en eso suena el teléfono y me avisan que enviarían un cadete con nuevos escritos y el diario del día. Decidí esperar al cadete en la puerta de entrada, nuevamente dos novelas y una biografía de la ex mujer del presidente para leer, revisé el buzón del correo; las facturas de los servicios, una carta de agradecimiento y un sobre de la clínica Roger estaban esperándome. Volví a la biblioteca y deje el “Amor en los tiempos del cólera” en el estante, coloqué los escritos en el escritorio y encima de ellos el diario y el sobre de la clínica. Primero revise el diario, san Lorenzo había perdido en copa libertadores, el presidente viajaba a China, se acercaba una nueva ola de frio y en policiales un suicidio asombra a la ciudad de Corrientes, un reconocido doctor se arrojó a las vías del tren después de conocer su diagnóstico de cáncer, un doctor sin nombre pensé y me impresioné al ver en los obituarios “QEPD Julio Bernard La editorial Azul despide con profundo dolor a quien fuera una figura que publicó esta editorial…” Abandoné el diario sobre la mesa, bebí un poco del té ya frio y con miedo abrí el sobre de la clínica, solo entendí “6 meses”, tomé una hoja y escribí “Aquí descansa un inocente lector”  


José García

domingo, 25 de junio de 2017

Sólo se trata de vivir



Lo había esperado toda la vida. Tanto, que cuando finalmente se dio, no se conmovió en lo absoluto. No podía internalizarlo, hacerse a la idea de que por fin era verdad. Es más, se hartó enseguida del tema y contestó los llamados de felicitación de amigos y parientes como si las frases que recibía pertenecieran a un guión cinematográfico totalmente ajeno a su persona, frío y estereotipado.

Al otro día se levantó muy temprano y, como de costumbre, se arregló cuidadosamente. Entró antes que nadie a la oficina, recién después de un largo rato empezaron a llegar sus compañeros, comentando que veterana y todo, todavía podía darse el lujo de usar esos pantalones ajustados que le quedaban de diez. 

Era la única mujer en Administración y a veces sentía que el lugar la asfixiaba. Con la resignación propia de su género se dijo:

_Estos no pueden estar ni dos minutos sin hablar de un culo_ y bajó a refugiarse con las chicas del taller.

Ellas ya se habían enterado, estaban algo alborotadas comentando los últimos sucesos y la recibieron con muestras de afecto y alegría sincera, incluso a algunas se les escapó un tímido aplauso, mientras la más extrovertida exclamaba:

_Nos alegraste el día, y eso que es lunes, hace un frío de perros y todavía falta una semana para el cobro.

La risa retumbó contra las paredes altas y descoloridas del salón. La calidez y empatía de sus compañeras de abajo la conmovieron profundamente, no se lo esperaba. Es cierto que durante los últimos años había trabado una linda amistad con algunas, se mensajeaban y juntaban para los cumpleaños, y frecuentemente prefería almorzar ahí, entre las máquinas, compartiendo bromas, confidencias y chismes. Pero igual, ella era personal jerárquico y sus problemas eran nada, comparados con las desgracias que frecuentemente florecían en el taller.  

El timbre de las siete treinta las retornó a la realidad y se retiró antes que el capataz largara algún comentario desubicado, difícil de aguantar a esa hora.

Subió, se sentó frente a la computadora y se llenó toda la mañana de números, costos, precios, presupuestos, cómputos, aturdiéndose para no pensar. Estaba preocupada, ella sabía esperar, ansiar que las cosas se dieran, desearlas profundamente día y noche, no sé, tener un objetivo, soñar. Ahora realmente dudaba si podría dejar de desear y finalmente meterse de lleno en el asunto. Tenía miedo. Se sentía sola. Las chicas la habían confortado profundamente, pero no sabía por qué, su ánimo no se recuperaba.

Pasó la jornada, densa, rutinaria, interminable, cargada de trabajos estúpidos que no servían para acallar su mente agobiada por la novedad.

Antes de retirarse pasó por el baño y se lavó la cara con agua fresca sin prestar atención al cuidado maquillaje. La cabeza le estallaba. Sin proponérselo, la voz de Fito había retumbado mentalmente todo el día en sus oídos con su tono estridente:

Sólo se trata de vivir
Esa es la historia
Con la sonrisa en el ojal
Con la idiotez y la locura de
Todos los días…

De pronto uno de los últimos rayos de sol de la tarde entró por la ventana, rebotó en el espejo mugriento y le dio de lleno en el rostro. Una energía interior inusitada, que no sabía bien de donde venía, la colmó, la fortaleció, se paró bien derecha, se miró fijamente a los ojos y con un esbozo de sonrisa se animó a murmurar:

_A lo mejor resulta bien.

Laura Sabesinsky

sábado, 24 de junio de 2017

El viaje

Sonó la alarma del despertador como todo lunes a las 6 am. Mario apagó la alarma. Estaba empapado en sudor, la cabeza le explotaba y sentía que su cuerpo hervía. Un calor agobiante y esa gripe de 7 días no le daban tregua. Trato de olvidarse del malestar y la congestión y se alisto tan rápido como pudo así el tiempo restante antes de partir lo usaba para despedir a su bebé y su mujer. Había adquirido la costumbre de levantarlo de la cuna para abrazarlo por varios minutos bajo el riesgo de despertarlo, y después darle un beso a su mujer y partir para el trabajo. Lo miraba contemplando a  ese pequeño cuerpecito de piel blanca mármol y pensaba cuan hermoso era su bebe, y que tan pacíficamente dormía, era un ángel de hermosas facciones y  largas pestañas arqueadas con los orificios de la nariz en forma de corazón .Había aprendido hace ya tiempo que hay que disfrutar cada momento por segundo. Había aprendido a exprimir el tiempo que puede ser el último. Necesitaba tomarse ese tiempo para despedirlos, para admirar a su familia y encontrar la fuerza para ir al mismo trabajo  de hace una década, necesitaba encontrar la mejor manera de no extrañarlos tanto , porque los volvería a ver en tres días y esa rutina le daba el aliento para continuar.  
Llego a la empresa, al mismo tiempo que su compañero de viaje Diego. Compartieron algunas medialunas con los demás choferes mientras miraban las noticias matutinas: piquetes en otra zona lejos de su ruta de trabajo, nuevamente la eterna indecisión de paritarias, nuevamente paro docente y nuevamente un accidente en la ruta, esta última noticia le produjo chucho y un iterativo dejavú.  Terminaron las medialunas, llenaron el termo, cebaron el mate: como toda previa a su viaje y fueron por su colectivo. Chequearon la limpieza que habían hecho en el último viaje, e hicieron otra corta limpieza. Su compañero se quejó de su uso excesivo del aromatizante en el vehículo pero a él le daba igual, el resfrío mataba temporalmente su olfato. Continuaron cargando los almuerzos y las meriendas para los pasajeros, el agua  y los suministros para hacer el café y jugos
Todo listo, ¡vamos! : dijo Diego, puso en marcha el motor y el aire acondicionado y salieron de la empresa rumbo a la terminal de retiro para subir a los pasajeros. Por fin, que placer el aire! Ese calor de 30 grados los empezaba a malhumorar pero no era malhumor lo que Mario  empezaba a padecer, sino ese dejavu que hace una década lo perseguía y le oprimía el pecho con el triple de su peso.
Llegaron sin problemas con el normal retraso en la espera del ingreso y mientras estaban estacionando vieron como la gente dispersa se iba aglomerando cóncavamente  alrededor del cole. Abrieron las puertas y mientras algunos se dirigían a la parte de atrás del bondi para depositar sus maletas, otros valija en mano les daban el pasaje para abordar y buscar sus asientos.
Un padre y una madre con sus tres hijos adolescentes, una madre con su bebe, dos hermanas a juzgar por su parecido, una pareja de ancianos y un hombre de alrededor de 40. Un número normal de pasajeros para un día de semana en noviembre.
Los adolescentes se subieron apresurados para elegir entre sus asientos el cercano a la tele, mientras sus padres terminaron de dejar una propina a los acomoda maletas en la parte trasera del cole. La madre y su bebe los siguió, implorando a Mario antes de subir para que la temperatura del aire no sea tan baja por cuidado a su bebe, y Mario pensó en seguir su consejo porque ese aire aunque era un alivio al clima no ayudaba en nada a su gripe. Todos terminaron por subir a excepción del cuarentón que le estaba dando recomendaciones en demasía para su bolso al acomoda maletas. Los estaba retrasando demasiado y todos se estaban poniendo nerviosos. Entonces Mario persuadió al hombre para que él suba junto a su bulto, ya que era uno de esos bolsos deportivos de poco volumen y calmo a los pasajeros con un aviso de inmediata salida usando una voz varonil pero hipnóticamente tranquilizante a tal punto de ser relajante. Había adquirido rápido una paciencia extrema para lidiar con los pasajeros, lástima que tuvo que hacerlo a costa de muchas vidas tomadas en sus inicios en la empresa, en ese tiempo daba igual si el trabajador no había dormido la noche anterior conduciendo y a la mañana siguiente continuaba con otro viaje, y nuevamente otro viaje a la noche. Las empresas norteñas podían explotar eficientemente a sus empleados ya que las normas de seguridad eran maleables a favor de ellas. En esa época no eran empleados, eran peones llevados a su límite físico sin importar consecuencias. Y  Mario seguía sintiendo esa presión en su pecho, ya no era dejavú, ya el advenimiento del recuerdo lo entristecía.
Subidos todos los pasajeros y cargadas todas sus maletas estaban listos para emprender su recorrido que empezaba en Capital Federal y terminaría en Resistencia- Chaco con dos paradas programas, una en Entre Ríos y otra en Corrientes.
Nuevamente después de partir se toparon con la lentitud del egreso de la terminal  pero una vez en Panamericana todo marcho a óptima velocidad.
Cruzando el puente Zarate Diego le dio el ok para preparar  el jugo, se desabrocho del asiento del acompañante y busco el paquetito de clight naranja mango donde guardaban las provisiones. Subió y cuando estaba preparando la mezcla vio acercarse a la mama con su bebe, nuevamente le pedía cortésmente si podía bajar el aire a lo que respondió que lo haría sin problemas. Y mientras le contestaba escuchó discutir a los padres con sus hijos para que bajaran la música y se comportaran ,los chicos habían puesto a la renga a todo volumen por lo que fue un alivio para Mario que les hicieran caso a sus padres…odiaba esa balada, lo llevaba a una época que quería olvidar, a un antes de su familia, de su angelito de mármol, a una época después de ese trágico viaje que lo hundió en un abismo de depresión e intentos de suicidio donde constantemente se preguntaba porque ellos y no él?
Cuando se dio cuenta era hora de servir el almuerzo. Busco las bandejas con los sándwiches y las galletitas y se los repartió a los pasajeros. Después volvió con la bolsa de residuo para solicitar los restos.
Volvió con Diego y trataron de picar algo liviano para evitar el sueño mientras Mario se esforzaba por mantenerlo  lucido y alerta con el mate de la mañana. A la 1pm hicieron el cambio y nuevamente esa sensación de dejavu volvía a su estómago. Le pidió a Diego relatos sobre su familia, sobre su fin de, sabía que después del dejavu vendría la opresión y de ahí no había nada que detuviera la venida del recuerdo. Una década y aun los recordaba, sus caras, sus voces, sus nervios, la adrenalina por salir y su alto instinto de sobrevivencia en comparación al de ayudar.
Diego seguía contándole sobre su día de pesca. Casi no le podía prestar atención. La fiebre  volvió. La cabeza le empezaba a doler y en minutos ya le explotaba. De repente se le nublaron los ojos y escucho a Diego gritar: ¡Cuidado,  a la banquina! Doblo a la derecha y después todo lo recuerda como un sueño. Ya no es un dejavú, menos un recuerdo. Volvió a pasar. Los pasajeros gritaban desesperados. Como pudo se desabrocho, a su lado vio a Diego inconsciente. Fue rompiendo las ventanas con el martillo y sacando a Diego primero, después a cada uno de los restantes pasajeros, la madre y su bebe, los padres y sus hijos aunque ellos seguían inconscientes, ayudo a una de las hermanas jalar hacia afuera el cuerpo de la otra, el hombre cuarentón no podía moverse así que tuvo que hacer hasta lo imposible por sacarlo, cuando volvió por los ancianos el tiempo se detuvo, parecía que dormían, el accidente se los llevo. Intento sacarlos, solo pensaba que sus familias iban a querer los cuerpos, esos cuerpos que antes no pudo rescatar. El tiempo no se había detenido, pasó, voló y se llevó a Mario dentro de su colectivo con 10 años de carga pero esta vez con el corazón en paz de haber hecho lo correcto.

                                                                Moira Karin Narváez Ponce











viernes, 23 de junio de 2017

Crónicas de un infierno terrenal


Un ser deforme, marrón, como un duende, peludo y con un ojo caído, abría unas chirriantes rejas azules que daban a un campo post apocalíptico. A través de un sendero colorado regado de rocas y plantas secas y desconocidas, por dos demonios verde amarillentos, escuálidos y de un fuerte hedor cadavérico, un joven era arrastrado de los brazos. Todo el ambiente era brillante y cegado por una luz  que emanada desde un cielo nuboso de color verde manzana. El hacinamiento mareaba, el calor era insufrible.
El pobre joven por instantes percibía un olor a humo que le constreñía la nariz y le hacía llorar de repulsión. A los lejos, veía a un grupo de señores barbudos de túnicas verdes y rojas, que dialogaban entre velones multicolor y jarras vidriadas de vino.
Luego de unos breves instantes, el joven fue arrojado con violencia por los demonios verde amarillentos en una especie de altar rectangular de una textura muy suave, al pie de aquella convención de ancianos deplorables.
El más alto de los señores barbudos, se acercó con una sonrisa grande y burlona y  enseñaba un par de dientes amarillentos con asquerosas manchas de color negro, una jarra de vino en una mano y un enorme velón rojo ardiendo en la otra. Después de una breve genuflexión y unas palabras indescifrables, el viejo dejo caer un poco de cera caliente sobre el pie del joven quien reaccionó moviendo la pierna al sentir el ardor y replicó con una mezcla de horror y bronca;
-¿Quién es ud? ¿Dónde me han traído y porque me lastima?
- La definición no fue nada fácil para este equipo. El campeonato fue apasionante.
-¿Que dice ud?
-Hoy es el día más frío del año. Salga bien abrigado.
-Usted está loco. Dígame por favor donde estoy y como salgo de aquí
-El invierno inicia hoy y además es el día más corto del año.
-¿Qué es lo que está bebiendo ud? ¡Está francamente borracho! ¿Qué es de mi niño? ¿Por qué me hace esto?
-Que los niños salgan bien abrigados también.
No quiso insistir más, sabía que era vano tratar de dialogar con ese hombre. Solo se limitó a mirarlo y supo que esa voz le era muy familiar. Empezó a convencerse de que había muerto aunque se esforzaba vanamente en saber en qué momento eso ocurrió. Miró a su alrededor nuevamente, y sospechó alarmado de que estaba en el infierno, el cual no se parecía en nada en lo que había oído de los cuentos populares.
Los otros viejos, se habían convertido en sábanas blancas que se incendiaban lentamente, mientras, el viejo del velón rojo se levantaba y desvanecía en el aire hasta solo ser una mancha humorosa. Nuevamente, sintió el olor a plástico quemado y el llanto de un niño ¡de su niño!
Rápidamente se puso de pie, una duda monstruosa lo abordó ¿Acaso el pequeño también había muerto? Un aire espeso y candente empezó a asfixiarlo y la sangre se le estancaba en la cabeza haciéndole latir las sienes. Empezó a correr sin saber a dónde llegar, la desesperación se le hizo piel, la agitación le ganaba sus fuerzas, y es ese momento, en el momento exacto y necesario, sintió una suave caricia en la cara, una mano áspera y lenta en su mejilla derecha y una voz detrás de sus oídos que le susurró: ¡Hijo, despiértate! Dio un fuerte grito, abrió los ojos y se sentó en su cama, todo estaba  inundado de un humo espeso muy oscuro. Tosió varias veces. Le costaba respirar. Un reflejo rojo anaranjado venia desde el pasillo. La casa estaba en llamas. El niño lloraba en la habitación anexa. Recupero instintivamente las fuerzas y se apresuró a rescatar a su hijo y ponerlo a salvo. El televisor, aún encendido en la sala, repasaba el pronóstico extendido para Capital Federal y Gran Buenos Aires, mientras dos demonios verde amarillentos, aguardaban al joven en la habitación del niño.


Cristian Suarez




jueves, 22 de junio de 2017

En el nombre del hijo

Susana esperaba ver una mueca, escuchar un grito o sentir una gota de sudor en la espalda. Incluso se había hecho la idea de un vago alboroto que rompiera el silencio de los que ya no están. Pero él, siempre tan él, se había mantenido inmutable. Era una estatua más entre los bustos. Ella había confesado su secreto, se había desnudado de alma y pasado, y se creía en su interior, merecedora de un castigo. Necesitaba equilibrar la balanza interna del bien y del mal. Sollozaba y apretaba el puño apuntando al cielo a la vez que lanzaba más de una blasfemia. Él parecía impermeable a sus palabras.

Apenas hubo un silencio, sin palabras de Susana, sin el sonido de las narices repletas de llanto, Roberto lo aprovechó tomando una tangente: “Siempre me llamó la atención este cementerio. Fijate, Susana, que las lápidas llevan fechas lejanas… parece que hace tiempo la muerte no visita Saldungaray.” -le dijo sin sacar las manos de los bolsillos.
Como si los últimos quince minutos no hubieran existido. Ella lo miraba desahuciada, con los ojos inundados en dolor y una bronca repentina. Él, nada. Apenas sacaba la mano para espantar un circunstancial mosquito, o recorrer su barba.

Susana lo había descripto hace un tiempo atrás como un río caudaloso: calmo en la superficie y torrentoso en el lecho. Y algo de razón tenía, porque Roberto, mientras  mencionaba datos inútiles, rebobinaba en su memoria y recordaba con detalles de orfebre el nacimiento de Martín. Y más atrás las palabras del doctor y aquél deseo imperioso de Susana de ser madre. Evocaba en su pasado las asiduas visitas de su amigo Quique. También aquella charla con algunas copas de más en ausencia de Susana. Y luego la felicidad que la embargó con el milagro del embarazo. Y recordaba que fue recién entonces que las cosas habían comenzado a ir mejor entre ellos. Podía sentir la mano frágil y pequeña de Martín tomando su dedo índice.

- ¿Vos entendés Roberto, todo lo que te acabo de decir? -gritó Susana.
Y entonces Roberto sin dejar de mirar esa lápida, le dijo:
- Claro que lo entiendo Susana, si la llegada de Martín la deseaste no tanto como yo.



Gonzalo Lopez Martinez | @gonzalolm

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Mujer con Aroma


 Cuando sintió el impacto corrió hacia la vidriera, límite entre la tradición y el mundo real. Vio a un muchacho rubio tratando de incorporarse por debajo de una moto gigantesca. Sólo reparó en él, su jean gastado y su campera negra de cuero  lo hacían parecer más joven y  muy mundano. Notó que la palma de su mano izquierda tenía algunos rasguños y comenzaba a sangrar. Sin perder la calma, la princesa de los aromas, se dirigió hacia la parte posterior del almacén.
 Su abuelo había llegado  de la India rastreando el perfume de sándalo de  una turista argentina, y cuando la encontró  abrió con ella el almacén más grande y con mayor variedad de especies en el barrio de Palermo.  El significado de su nombre hace referencia a su originalidad: Nirali, la diferente.  
  Desde niña  aprendió el arte milenario: el nombre de cada hierba, el perfume de las especies, la ciencia necesaria para sanar los quejidos del corazón, las tristezas del alma, los dolores del cuerpo y  la nostalgia de otras tierras. Su túnica violeta se mece a su paso y cae con aplomo sobre sus sandalias de cuero trenzadas a la altura de sus delgados tobillos. Su cabellera renegrida y mansa es una cortina de misterio que custodia una mirada verde,  húmeda y profunda. Tomó cuidadosamente el mortero, agregó cúrcuma y la molió con destreza arrancando un mostaza  rabioso de sus raíces. Le agregó unas hojas de enebro y colocó el bálsamo en un cuenco de barro cocido.
Su  delicada silueta atrajo su atención. El joven ya había entrado al local cuando ella sin saludarlo siquiera le pidió que extendiera la mano. Con una espátula aplicó delicadamente sobre la herida el ungüento con cualidades antisépticas. Yo permanecía oculto para ellos. Desde el principio estuve entretenido leyendo las propiedades curativas de cada una de las hierbas y captando el aroma particular de todas ellas. Ambos tenían ojos para sí mismos.
 El mundo  real comenzaba a inquietar a Nirali, que vio en la herida el ritmo vertiginoso de la vida misma detrás de sus ventanales. Él, en cambio se sintió invadido por una certera quietud mientras recordaba cómo en otras tierras alguien colocaba cúrcuma mezclada con agua de mar en  una cáscara de coco ahuecado  y salpicaba con una hoja de palmera un rudimentario altar para alejar los espíritus del mal.
Rita Asín



miércoles, 21 de junio de 2017

Sin título

-Lo último que escuchó fue el disparo. Después la nada. ¿Entendés por qué no quiero laburar más de esto Roque?
-Vos sabías que de esta no sale nadie, pibe.

Ricardo estaba nervioso. Muchos años haciendo lo mismo. Empezó de pibe. A los 14 años dejó la escuela y se puso a laburar para el Negro Roque. Primero hacía los mandados, pequeños pedidos para los jefes. Lo mandaban a la villa a buscar los paquetes. Y eso le gustaba, si él vivía en la villa, lo conocían todos. Se hacía unos mangos y podía estar con los pibes más grandes, dónde pasaban las cosas interesantes.
Con el tiempo se fue ganando la confianza de Roque. Lo empezó a acompañar a hacer la ronda de cobranzas. Algunos eran boludos y no entendían, y Roque se enojaba. Como al cheto ese que le quebró tres dedos. Como lloraba, casi que le dio lástima.
Hasta que le empezó a tocar a él. El primero fue el más difícil. Era un tipo de 40 años, tenía un pibe chiquito. Esa noche no pudo dormir.
Después se fue acostumbrando. Si él no tenía la culpa. No los obligaba nadie, si vos comprás tenés que pagar. Los de arriba te mandan a la justicia. Los de abajo la hacen ellos mismos.
El problema fue cuando llegó la competencia. Al Zombi lo largaron y quiso empezar de cero, pero en el barrio no había lugar para los dos y la cosa se puso fulera.
Una mañana salieron con Jorge a hacer la vuelta. No alcanzaron a llegar a la camioneta que aparecieron como diez pendejos. No tenían ni quince años.  Quince años. Ricardo se escapó por el pasillo, si conocía todo. Pero Jorge había empezado hace poco, se vino de Santiago hacía unos meses, estaba verde. Lo dejaron tirado en el medio de la calle con un agujero en la nuca.

-Ya está Roque, hasta acá llegué. A estos no les importa nada. Nos vemos.
-Vos sabías que de esta no sale nadie, pibe.

Lo último que escuchó fue el disparo. Después la nada.

Ignacio Falconi

Distancia .



El está sentado en su sillón verde, abstraído en la lectura.
ella toca la puerta y, como todas las tardes, pregunta, si necesita algo.
él, como todas las tardes a la misma hora,  se tensa. no quiere que lo interrumpan.
sus ojos ,sin levantar la mirada, la fulminan.
ella, a pesar del tiempo que trabaja en la casa,parece no entender los mensajes.
se queda parada, inmóvil, las manos tomadas por delante del regazo. su cabeza inclinada, su boca entreabierta.
en silencio espera una vez más su despreciable tono de voz diciendole “retírate”.

Hoy  no. El se mantiene callado, solo hablan la rigidez de su cuerpo y la  respiración grave.
ella lo desafía quedándose.
él , impaciente, quiere retomar la lectura pero su presencia lo incomoda , lo fastidia.
piensa cómo  deshacerse de ella, quisiera que desaparezca, que fuera como un holograma, solo una proyección de su mente en el espacio que lo rodea.
busca la última frase leída.
quiere  recordar en qué punto de la historia se detuvo.
cuanto más quiere concentrarse, más perdido está, menos recuerda.
retoma el texto:  “Quien va a morir  está ya  muerto, y no lo sabe”

se diluyen el tiempo, el espacio, las palabras.
una niebla espesa lo rodea. . todo desaparece a su alrededor. menos ella.
él trata de  incorporarse. ella se acerca para ayudarlo
sus miradas al fin se encuentran.
la mano tiesa se dirige a su cuello.ella lo abraza.
sin un grito,ni un  gemido, se hace uno con el cuerpo de él.
el cae golpeando su cabeza sobre el marmol impecable.
ella por fin, susurra en su oído izquierdo.. sus lágrimas no logran despertarlo .

María Ester Maio

Cuernitos



“En el rock, ser virtuoso tocando un instrumento no garantiza nada. Conocí cientos de músicos fantásticos que jamás salieron de su propio garaje”

Raymond Alexandre “Ray” Gibbs

A pesar de todo, voy a intentar cumplir con mi obligación. Estoy a unos treinta kilómetros del pueblo más cercano. En medio de la nada se levanta un escenario enorme, torres de sonido y estructuras metálicas de las que se descuelgan reflectores. Decenas de personas corren de un lado a otro, tiran cables o hablan por Handy. Escucho las notas de un bajo al ser afinado, y las palabras sueltas de alguien que prueba el sonido de los micrófonos. “Si, si…un, dos, tres, probando”.  Yo, parado a unos metros, observo, escribo y trato de ignorar a un chino que me mira fijo desde que llegué.
Aunque las cosas salieron mal, no puedo darles el gusto a los de la redacción de volver con las manos vacías. Es un momento histórico y soy el único periodista en el lugar. Voy a escribir lo que salga; tengo que llevarme algo a pesar de la frustración y la acidez que me está perforando el estómago.
Mis compañeros dicen que estoy verde, que soy demasiado ambicioso y creído. Tal vez tengan razón. La realidad es que ninguno de ellos consiguió una invitación de manos del mismísimo Raymon Gibbs. El chino me sigue mirando. Lo acompañan dos orientales más; cada uno parece una fotocopia de sus compañeros. Están alborotados. Dan saltitos, se empujan  y hablan los tres al mismo tiempo. No logro identificar donde terminan una palabra y empiezan la siguiente. Me molesta su alegría, la manera que tienen de moverse y, sobre todo, la cámara de fotos que cuelga del cuello del que me está observando. Tuve que dejarles la mía a los guardias que custodiaban la tranquera de entrada. También me pidieron el teléfono celular; solo me dejaron conservar la libreta y mi birome.
Desde la tranquera, fueron al menos tres kilómetros a pie por un camino rural, hasta el cruce con el tramo abandonado de la ruta 33. Avancé todo el tiempo seguido por un perro negro cubierto de barro. Mis zapatos también están llenos de barro ahora.
Ni bien llegamos al cruce, el perro se echó abajo del único árbol en kilómetros a la redonda. Los chinos ya estaban parados frente al escenario. Desde un costado, un tipo levanto su mano y grito, - ¿Eh? ¿Usted es el reportero? El señor Gibbs no podrá atenderlo hoy. De todas maneras puede quedarse a la prueba de sonido, el señor está seguro que conocerá gente interesante por aquí.
No pude responder. Me hubiese encantado mostrarme indignado, pero nada salió de mi boca. Había viajado más de diez horas (todos los gastos pagos), solo por la promesa de una exclusiva que, acababa de descubrir, no conseguiría nunca.
Pasé la siguiente hora buscando las razones para escribir esta crónica. No sé si la revista llegará a publicarla (ni siquiera sé aun trabajo para ellos), pero decidí que era lo mejor.
Los chinos lanzan una exclamación. Los miro y soplo fuerte para que lo noten. Me ignoran. Parlotean excitados y señalan hacia el escenario. Ray Gibbs se encuentra parado en el centro.
El chino que me había estado mirando hasta ese momento, empieza a disparar como loco con su cámara. Sobre el escenario, un tipo gordo de remera negra le cuelga a Gibbs una guitarra, acomoda la altura del micrófono y se aleja. Salvo el perro que camina en mi dirección, todos nos quedamos estáticos y expectantes.
Por fin está empezando la prueba de sonido del último recital de Gibbs. Años atrás había dicho que con quince años de fama le alcanzaba, que llegado ese punto dejaría todo. Contra cualquier pronóstico, Ray Gibbs se retira en su mejor momento. Cumple con su palabra. Un tipo egoísta, vicioso y soberbio, deja todo; pero no es capaz de darme la nota prometida. Me condena a pasar la vida escribiendo horóscopos.
En el escenario, Gibbs pone los dedos sobre el diapasón de la guitarra; dedo índice sobre la quinta cuerda, en el tercer traste y el anular en el quinto traste de la cuarta. El cuernito; tónica y quinta; do y sol.  “Hasta hace unos años tocaba todo con cuernitos”, había dicho Gibbs en una nota, “no sabía más de dos acordes, sin embargo… acá me tienen”
Escribo como desquiciado. El chino me mira de nuevo. Se me mezcla lo que veo con lo que siento. Definitivamente, no van a publicar esto en la revista. Se me acalambra la mano. La sacudo y le clavo la vista al chino. Si el tipo entendiera castellano lo mandaría a… Gibbs le da con la púa a las dos cuerdas. El sonido crece desde la nada, nos rodea.  Siento la vibración en la boca del estómago.
Los chinos saltan y gritan maravillados. No los entiendo. Cualquiera hace sonar un cuernito. Hasta yo toco con quintas. El sonido se apaga despacio. Gibbs recorre el lugar con la vista. Juega con nosotros, disfruta de la expectativa; del deseo que tenemos de escuchar algo único, fuera de programa. Tira un armónico. Lo sostiene. Nadie se mueve. Arranca despacio un fraseo, que se va acelerando. Recorre el diapasón hasta el último traste. Termina en un estiramiento, primera cuerda. Agudo. Me hace doler los dientes. El tipo es un crack.
Me siento feliz, especial. Un testigo privilegiado. Odio no tener mi cámara. Detesto no poder documentar el momento. En unas horas miles de personas saltaran extasiados en este campo embarrado sin saber que la magia se dio antes, en la prueba de sonido. Escuché en algún lado que Ray empezó su carrera acá, hace quince años, cuando juro retirarse si tenía éxito. También dicen que estas tierras son de él; que las compro ni bien terminaron la autopista. Otros aseguran que Gibbs pagó la autopista para poder, una vez abandonado el tramo de la vieja ruta 33, comprar los terrenos.
Silencio. El chino se me para al lado. ¿Me está sonriendo? Gibbs recorre el lugar con la mirada y arranca con un Riff venenoso. Yo escribo rápido. Trato de no perderme nada. El chino me vuelve loco.
Un gruñido entre acorde y acorde. Cerca.
El perro negro está parado frente a mí. Me muestra los dientes. El baterista mete un redoble y arranca con un ritmo que arrastra a toda la banda tras él.  Pienso que son una pared de sonido, una topadora, un… pero el perro avanza. Una espuma blanca le cae desde la boca.
Ahora escribo desde el piso. Creo que el animal me atacó. Aunque parezca extraño, el chino se interpuso y le dijo algo. Obviamente no entendí, pero el perro corrió con la cola entre las patas. Me levanto y hago como si nada. Tendría que agradecer, pero no tengo ganas. Además el chino me cae mal.
-Veo mucho de Gibbs en usted-, me dice. Yo no le contesto. Escribo. -¿Que estaría dispuesto a dar a cambio de un éxito así?-, insiste el chino señalando a Gibbs. Recién en ese momento noto que habla perfectamente en español.
El chino me guiña un ojo. Gibbs deja de tocar y mira hacia un punto, a nuestras espaladas. Giro la cabeza. Un hombre moreno, de sobretodo negro y sombrero ladeado, acaricia la cabeza del perro, sonriendo. La banda deja de tocar.
El hombre de negro se incorpora; tiene un bastón de madera oscura con una calavera en la empuñadura. Levanta la mano hacia Ray Gibbs.
Gibbs baja la vista y comienza a tocar. La banda lo sigue. Hacen Cross Road Blues.
-¿Conoce esa canción?-, pregunta el chino. -La escuché hace bastante tocada por un tal Robert Johnson. ¿Sabe de quién hablo?- Niego con la cabeza y miro hacia el escenario.
-Lo acusaron de vender su alma al diablo a cambio de la habilidad de tocar blues como nadie-, insiste el chino. Sus compañeros se acercan.
Trato de no mirarlos.  -¿Cree usted en esas cosas?- me pregunta. Trato de concentrarme en la música. ¿Por qué no pueden dejarme en paz? -Es un error común-, dice él,  -Confunden a Robert Johnson con Tommy Johnson-. Los tres chinos miran hacia el hombre de sobretodo y se inclinan levemente a saludarlo. Pienso en Gibbs, en como paso de los cuernitos a la maestría absoluta. Supongo que si le debe la carrera a un acuerdo con el diablo, el tipo del sobretodo negro bien podría ser el cobrador.
-Casi que tiene razón-, dice el chino, -ese es dueño de una discográfica-. Me espanto. No dije nada en voz alta. Los tres chinos sonríen y preguntan a coro, -¿Que estaría dispuesto a dar a cambio de un Pulitzer, señor Arellano?.

***

Aunque pasó mucho tiempo, aún recuerdo todo con claridad. Al escuchar mi apellido, corrí. Tropezando, a campo traviesa, sin dirección, sabiendo que no tenía adonde ir. Solo corrí.
Al rato de andar caí de rodillas. Inclinado hacia adelante, tratando de recuperar el aire, no llegue a ver desde dónde llegó el chino, pero ahí estaba. Hoy se cumplen los quince años de aquel día. Voy camino a mi fiesta de despedida. Dejo el periodismo; cumplo con mi parte del trato.
Todos cumplen; hasta Ray Gibbs que continua tocando solo porque alguien lo reemplazo.  Yo. Te dan quince años de éxito, o toda la vida si conseguís otra alma con sed de fama que ocupe tu lugar. Gibbs pensó que esa alma podía ser yo; acertó. Yo aún no tengo a nadie. Quizás deba retirarme realmente, quizás no. ¿Usted no desea nada? ¿Qué estaría dispuesto a dar para conseguirlo?


 Sergio Ciamparella