“En el rock, ser virtuoso tocando un instrumento no garantiza nada. Conocí cientos de músicos fantásticos que jamás salieron de su propio garaje”
Raymond Alexandre “Ray” Gibbs
A pesar de todo, voy a intentar cumplir con mi obligación. Estoy a unos treinta kilómetros del pueblo más cercano. En medio de la nada se levanta un escenario enorme, torres de sonido y estructuras metálicas de las que se descuelgan reflectores. Decenas de personas corren de un lado a otro, tiran cables o hablan por Handy. Escucho las notas de un bajo al ser afinado, y las palabras sueltas de alguien que prueba el sonido de los micrófonos. “Si, si…un, dos, tres, probando”. Yo, parado a unos metros, observo, escribo y trato de ignorar a un chino que me mira fijo desde que llegué.
Aunque las cosas salieron mal, no puedo darles el gusto a los de la redacción de volver con las manos vacías. Es un momento histórico y soy el único periodista en el lugar. Voy a escribir lo que salga; tengo que llevarme algo a pesar de la frustración y la acidez que me está perforando el estómago.
Mis compañeros dicen que estoy verde, que soy demasiado ambicioso y creído. Tal vez tengan razón. La realidad es que ninguno de ellos consiguió una invitación de manos del mismísimo Raymon Gibbs. El chino me sigue mirando. Lo acompañan dos orientales más; cada uno parece una fotocopia de sus compañeros. Están alborotados. Dan saltitos, se empujan y hablan los tres al mismo tiempo. No logro identificar donde terminan una palabra y empiezan la siguiente. Me molesta su alegría, la manera que tienen de moverse y, sobre todo, la cámara de fotos que cuelga del cuello del que me está observando. Tuve que dejarles la mía a los guardias que custodiaban la tranquera de entrada. También me pidieron el teléfono celular; solo me dejaron conservar la libreta y mi birome.
Desde la tranquera, fueron al menos tres kilómetros a pie por un camino rural, hasta el cruce con el tramo abandonado de la ruta 33. Avancé todo el tiempo seguido por un perro negro cubierto de barro. Mis zapatos también están llenos de barro ahora.
Ni bien llegamos al cruce, el perro se echó abajo del único árbol en kilómetros a la redonda. Los chinos ya estaban parados frente al escenario. Desde un costado, un tipo levanto su mano y grito, - ¿Eh? ¿Usted es el reportero? El señor Gibbs no podrá atenderlo hoy. De todas maneras puede quedarse a la prueba de sonido, el señor está seguro que conocerá gente interesante por aquí.
No pude responder. Me hubiese encantado mostrarme indignado, pero nada salió de mi boca. Había viajado más de diez horas (todos los gastos pagos), solo por la promesa de una exclusiva que, acababa de descubrir, no conseguiría nunca.
Pasé la siguiente hora buscando las razones para escribir esta crónica. No sé si la revista llegará a publicarla (ni siquiera sé aun trabajo para ellos), pero decidí que era lo mejor.
Los chinos lanzan una exclamación. Los miro y soplo fuerte para que lo noten. Me ignoran. Parlotean excitados y señalan hacia el escenario. Ray Gibbs se encuentra parado en el centro.
El chino que me había estado mirando hasta ese momento, empieza a disparar como loco con su cámara. Sobre el escenario, un tipo gordo de remera negra le cuelga a Gibbs una guitarra, acomoda la altura del micrófono y se aleja. Salvo el perro que camina en mi dirección, todos nos quedamos estáticos y expectantes.
Por fin está empezando la prueba de sonido del último recital de Gibbs. Años atrás había dicho que con quince años de fama le alcanzaba, que llegado ese punto dejaría todo. Contra cualquier pronóstico, Ray Gibbs se retira en su mejor momento. Cumple con su palabra. Un tipo egoísta, vicioso y soberbio, deja todo; pero no es capaz de darme la nota prometida. Me condena a pasar la vida escribiendo horóscopos.
En el escenario, Gibbs pone los dedos sobre el diapasón de la guitarra; dedo índice sobre la quinta cuerda, en el tercer traste y el anular en el quinto traste de la cuarta. El cuernito; tónica y quinta; do y sol. “Hasta hace unos años tocaba todo con cuernitos”, había dicho Gibbs en una nota, “no sabía más de dos acordes, sin embargo… acá me tienen”
Escribo como desquiciado. El chino me mira de nuevo. Se me mezcla lo que veo con lo que siento. Definitivamente, no van a publicar esto en la revista. Se me acalambra la mano. La sacudo y le clavo la vista al chino. Si el tipo entendiera castellano lo mandaría a… Gibbs le da con la púa a las dos cuerdas. El sonido crece desde la nada, nos rodea. Siento la vibración en la boca del estómago.
Los chinos saltan y gritan maravillados. No los entiendo. Cualquiera hace sonar un cuernito. Hasta yo toco con quintas. El sonido se apaga despacio. Gibbs recorre el lugar con la vista. Juega con nosotros, disfruta de la expectativa; del deseo que tenemos de escuchar algo único, fuera de programa. Tira un armónico. Lo sostiene. Nadie se mueve. Arranca despacio un fraseo, que se va acelerando. Recorre el diapasón hasta el último traste. Termina en un estiramiento, primera cuerda. Agudo. Me hace doler los dientes. El tipo es un crack.
Me siento feliz, especial. Un testigo privilegiado. Odio no tener mi cámara. Detesto no poder documentar el momento. En unas horas miles de personas saltaran extasiados en este campo embarrado sin saber que la magia se dio antes, en la prueba de sonido. Escuché en algún lado que Ray empezó su carrera acá, hace quince años, cuando juro retirarse si tenía éxito. También dicen que estas tierras son de él; que las compro ni bien terminaron la autopista. Otros aseguran que Gibbs pagó la autopista para poder, una vez abandonado el tramo de la vieja ruta 33, comprar los terrenos.
Silencio. El chino se me para al lado. ¿Me está sonriendo? Gibbs recorre el lugar con la mirada y arranca con un Riff venenoso. Yo escribo rápido. Trato de no perderme nada. El chino me vuelve loco.
Un gruñido entre acorde y acorde. Cerca.
El perro negro está parado frente a mí. Me muestra los dientes. El baterista mete un redoble y arranca con un ritmo que arrastra a toda la banda tras él. Pienso que son una pared de sonido, una topadora, un… pero el perro avanza. Una espuma blanca le cae desde la boca.
Ahora escribo desde el piso. Creo que el animal me atacó. Aunque parezca extraño, el chino se interpuso y le dijo algo. Obviamente no entendí, pero el perro corrió con la cola entre las patas. Me levanto y hago como si nada. Tendría que agradecer, pero no tengo ganas. Además el chino me cae mal.
-Veo mucho de Gibbs en usted-, me dice. Yo no le contesto. Escribo. -¿Que estaría dispuesto a dar a cambio de un éxito así?-, insiste el chino señalando a Gibbs. Recién en ese momento noto que habla perfectamente en español.
El chino me guiña un ojo. Gibbs deja de tocar y mira hacia un punto, a nuestras espaladas. Giro la cabeza. Un hombre moreno, de sobretodo negro y sombrero ladeado, acaricia la cabeza del perro, sonriendo. La banda deja de tocar.
El hombre de negro se incorpora; tiene un bastón de madera oscura con una calavera en la empuñadura. Levanta la mano hacia Ray Gibbs.
Gibbs baja la vista y comienza a tocar. La banda lo sigue. Hacen Cross Road Blues.
-¿Conoce esa canción?-, pregunta el chino. -La escuché hace bastante tocada por un tal Robert Johnson. ¿Sabe de quién hablo?- Niego con la cabeza y miro hacia el escenario.
-Lo acusaron de vender su alma al diablo a cambio de la habilidad de tocar blues como nadie-, insiste el chino. Sus compañeros se acercan.
Trato de no mirarlos. -¿Cree usted en esas cosas?- me pregunta. Trato de concentrarme en la música. ¿Por qué no pueden dejarme en paz? -Es un error común-, dice él, -Confunden a Robert Johnson con Tommy Johnson-. Los tres chinos miran hacia el hombre de sobretodo y se inclinan levemente a saludarlo. Pienso en Gibbs, en como paso de los cuernitos a la maestría absoluta. Supongo que si le debe la carrera a un acuerdo con el diablo, el tipo del sobretodo negro bien podría ser el cobrador.
-Casi que tiene razón-, dice el chino, -ese es dueño de una discográfica-. Me espanto. No dije nada en voz alta. Los tres chinos sonríen y preguntan a coro, -¿Que estaría dispuesto a dar a cambio de un Pulitzer, señor Arellano?.
***
Aunque pasó mucho tiempo, aún recuerdo todo con claridad. Al escuchar mi apellido, corrí. Tropezando, a campo traviesa, sin dirección, sabiendo que no tenía adonde ir. Solo corrí.
Al rato de andar caí de rodillas. Inclinado hacia adelante, tratando de recuperar el aire, no llegue a ver desde dónde llegó el chino, pero ahí estaba. Hoy se cumplen los quince años de aquel día. Voy camino a mi fiesta de despedida. Dejo el periodismo; cumplo con mi parte del trato.
Todos cumplen; hasta Ray Gibbs que continua tocando solo porque alguien lo reemplazo. Yo. Te dan quince años de éxito, o toda la vida si conseguís otra alma con sed de fama que ocupe tu lugar. Gibbs pensó que esa alma podía ser yo; acertó. Yo aún no tengo a nadie. Quizás deba retirarme realmente, quizás no. ¿Usted no desea nada? ¿Qué estaría dispuesto a dar para conseguirlo?
Sergio Ciamparella