Las corrientes del norte rebalsaron la laguna y el agua fue ganando terreno. Primero los escalones, después el descanso y llegaron a la vereda.
El pequeño altar desapareció. Los devotos no pudieron acercarse a la virgen, ni colocar a sus pies las ofrendas de flores. Tímidamente las arrojaban para que flotasen un rato y después desapareciesen.
Lo que más temían era que la próxima crecida llegaría a las casas e inundarían los huertos listos para la recolección.
Una mano negra había abierto las compuertas. Eran un pueblo sitiado, primero por agroquímicos, ahora por el agua.
A través de los años habían sobrevivido a la pérdida del ferrocarril. Los pocos ancianos que quedaban recordaban el traqueteo de la locomotora. Asomarse a las vías para ver la interminable hilera de vagones cargados de cereal que partía hacia el puerto.
Ahora acopiaban en silos de una multinacional y luego enviaban camiones con acoplados ocupando la estrecha mano de una ruta quebrada.
El pueblo se fue gradualmente acostumbrando al cambio. Y nombraba esa palabra como antes fue: Argentina Potencia o Juntos somos más. Siempre ilusionados. Como cuando llegaron las nuevas maquinarias que ahorraban personal, así se fueron quedando sin habitantes. Muchos se fueron a la “junta de papa” que todavía se hacía a mano. Otros, a la periferia de la gran ciudad. Quedaron pocos: encargados de campo, empleados del único banco, de la escuela y los jornaleros que subsistían mediante los planes sociales.
Una tarde de viernes empezó a llover, siguió sábado, domingo, lunes y martes. El miércoles el cielo quedó gris, estático como el pueblo. El jueves apareció el sol, tímido entre las nubes. Parecía que todo iba a mejorar a pesar que los caminos eran una gran cancha de lodo. Ni las 4 x 4 los podían transitar.
Las campanas de la iglesia sonaron. Todos salieron de sus casas y caminaron en silencio. El párroco los esperaba en la puerta y les entregaba una vela encendida. La fila llegó hasta el borde de la avenida.
A pocos metros la Virgen de las Aguas se hundía lentamente.
La fe ciega había cubierto el inconsciente colectivo. Ensimismados en sus plegarias ninguno percibió que ya no había sol. Que las velas se apagaban. Qué la laguna reptaba más allá de la avenida como una víbora.
La gran bocanada de agua dejaba un pueblo fantasma.
Ester Monke.